Para recuperar la credibilidad, los medios deben ser más transparentes,
independientes y rigurosos
Ramón Salaverría (
Xjorcom06) es catedrático de Periodismo en la Universidad de Navarra, coordina el observatorio
Iberifier. Su investigación se centra en el periodismo digital y la desinformación. Autor de más de 300
publicaciones, figura en el ranking de la Universidad de Stanford de los investigadores más citados
del mundo.
INTRODUCCIÓN
Si las mentiras fueran estrellas fugaces, estaríamos en plena noche de las Perseidas. Basta con aguardar unos instantes para que en cualquier tribuna pública, medio pseudoperiodístico o plataforma digital divisemos la siguiente patraña que cruza, rutilante, el firmamento de la información. A menudo, igual que nos ocurre con los destellos diminutos y efímeros que iluminan las noches de agosto, ni siquiera llegamos a percatarnos del paso de las mentiras. Circulan tan rápido y la esfera pública es tan grande que apenas percibimos una mínima parte de los embustes, manipulaciones y bulos que nos impactan sin parar.
Los engaños que más nos cuesta ver son, de hecho, aquellos que coinciden con nuestro punto de vista. Ocurre igual que cuando miramos a las estrellas: vemos mejor aquellas que lucen enfrente de nosotros, pero apenas advertimos las que se sitúan detrás.
La difusión estratégica y deliberada de falsedades, eso que hemos dado en llamar desinformación
(Tumber & Waisbord, 2021), se ha convertido en un problema planetario. Los creadores y difusores de desinformación —líderes sin escrúpulos, políticos de medio pelo, agitadores a sueldo, estafadores profesionales, gañanes en general— nos apedrean con sus bulos de manera masiva, orquestada y sin descanso. Frente a su amenaza, los ciudadanos necesitamos información contrastada y fiable, esa que el periodismo está éticamente obligado a suministrar.
Los medios son —o deberían ser— un escudo contra la amenaza de la desinformación. Aunque proliferan pseudomedios que mienten adrede y sin reparo bajo ropajes aparentemente periodísticos, lo cierto es que la mayoría de los verdaderos medios y periodistas cumple cabalmente con su labor. De hecho, hay organizaciones periodísticas que han convertido la misión de luchar contra la desinformación en su principal razón de ser.
Las agencias de verificación informativa, por ejemplo, centran su esfuerzo en desmentir los bulos, como esos astrónomos que otean el universo en busca de grandes meteoritos que apuntan a la Tierra. En el caso de los fact-checkers, escudriñan el cosmos de la información, desenmascarando falsedades y mensajes de odio que pretenden corromper la vida pública y manipular a los ciudadanos.
Sin duda, suena exagerado comparar la desinformación con el Armagedón, término que, no solo ha servido de título para una película taquillera, sino que sobre todo designa en varias religiones el fin catastrófico del mundo. Por ahora, no parece que las mentiras nos hayan puesto en semejante riesgo terminal. Sin embargo, lo cierto es que en enero de 2024 el mismísimo Foro Económico Mundial de Davos situó a la desinformación como la mayor amenaza mundial para los próximos años.
Tras la experiencia de la ola global de desinformación desatada durante la pandemia o, más recientemente, con motivo de la invasión rusa de Ucrania y de la guerra entre Israel y Hamas, muchas otras voces apuntan en el mismo sentido.
Debemos reconocer, por tanto, que es un problema grave. Que precisa ser enfrentado desde múltiples ámbitos, tales como la seguridad, las leyes, la investigación (Salaverría & Cardoso, 2023), la educación y, por supuesto, también desde el periodismo. Pero no debemos quedarnos solo con los aspectos negativos.
Como saben los buenos estrategas, allá donde hay una amenaza, asoma también una oportunidad. Por eso, sin desdeñar los innegables riesgos sociales que comporta la desinformación, las próximas páginas miran al fenómeno de la desinformación desde una visión poco frecuente: la oportunidad. La preocupación social respecto del auge de las falsedades brinda al periodismo una inmejorable ocasión para reconstruirse. Si los ciudadanos perciben la proliferación de noticias falsas como peligro, el periodismo tiene una oportunidad única para reivindicar su papel como garante de la veracidad informativa. Se trata, ni más ni menos, de que los medios redoblen su compromiso con su labor esencial. Que recuerden cuál es el fundamento del periodismo, esa profesión que se basa en investigar y contar asuntos actuales y relevantes, por incómodos que puedan ser, con garantía de independencia y, sobre todo, verdad.
LA CREDIBILIDAD, EN PICADO
Diversos estudios y encuestas vienen repitiendo en la última década que el principal problema de los medios no es económico. En realidad, la crisis financiera del periodismo, su pertinaz dificultad para reconstruir sus modelos de negocio, es más bien un síntoma de una enfermedad más profunda: la caída a plomo de la credibilidad.
La crisis reputacional del periodismo es un problema que, en mayor o menor grado, afecta a la prensa en la práctica totalidad de los países occidentales. No es solo que los fieles lectores de periódicos de antaño o los puntuales televidentes del telediario hayan comenzado a faltar a su cita cotidiana con la información. Es que esas mismas personas han comenzado a perder la confianza en aquellos mediosque antes sentían como su casa, para caer en brazos de vocingleros de las redes sociales y, en no pocas ocasiones, de embaucadores profesionales.
El declive del periodismo es general en Occidente, pero si se entra al detalle de los estudios, se advierte que hay países en los que la situación pinta peor que en otros. Por desgracia, uno de los lugares donde en los últimos años más ha caído la credibilidad del periodismo es España.
En 2018, un estudio del estadounidense Pew Research Center sobre la percepción social del periodismo en Europa indicaba que la credibilidad de los medios públicos y privados en España se situaba a la cola de los ocho países analizados por el estudio; los otros eran Reino Unido, Suecia, Países Bajos, Alemania, Dinamarca, Italia y Francia (Pew Research Center, 2018).
En 2022, el Digital News Report España (Vara et al., 2022) reveló que la pérdida de confianza de los usuarios españoles en las noticias se había agravado. Por primera vez desde que, en 2014, comenzaron los informes anuales Digital News Report en nuestro país, el porcentaje de quienes no se fiaban de la información (39%) superó al de quienes sí confiaban habitualmente (32%). Los datos no podían ser más sombríos y preocupantes para las empresas informativas españolas: revelan una pérdida de crédito continua y cada vez más acelerada. También en 2022, el Eurobarómetro de la Unión Europea desveló que, en España, el 71% de los encuestados no creía que la información de los medios privados estuviera libre “de presiones políticas y comerciales”, al tiempo que la desconfianza respecto de los medios públicos alcanzaba al 75% de la población (Unión Europea, 2022). Hablando en plata: apenas uno de cada cuatro españoles confía hoy en los medios.
Esta caída en picado de la credibilidad del periodismo tiene muchos causantes y, por supuesto, no todos trabajan dentro de las redacciones. La lista de responsables es larga. Para empezar por la base, un sistema educativo que, a día de hoy, sigue postergando la formación mediática de los jóvenes y no cultiva en las aulas el espíritu crítico en el consumo de la información.
También habría que incluir en la lista a una clase política que promueve el clientelismo de los medios privados y el control de los públicos, mientras persigue no ya la disidencia, sino la mera independencia. A los profesores Daniel C. Hallin y Paolo Mancini, americano e italiano respectivamente y, por tanto, nada sospechosos de filias o fobias respecto de la política en España, corresponde haber descrito al sistema mediático español como un “pluralismo polarizado” (Hallin & Mancini, 2004), donde, bajo una aparente libertad de prensa, reina una fuerte polarización ideológica y un ecosistema mediático plagado de presiones. Cabe suponer que la creciente polarización política de España es, de hecho, un factor multiplicador de la percepción social de desinformación: cuando las posiciones políticas se extreman y se alejan de un territorio común, los ciudadanos dejan de considerar la opinión discrepante como tal opinión y, en cambio, pasan a tacharla directamente de mentira.
El ya citado Digital News Report respalda esta hipótesis: según este estudio, el ciudadano español medio piensa que son los demás los desinformados y que, por el contrario, solo los medios que él consume son dignos de crédito. Está convencido, en suma, de que los únicos engañados —y acaso también mentirosos— son quienes no piensan como él.
Otro gran responsable de la pérdida de credibilidad de los medios se sienta en sus despachos de dirección. Presionados por un contexto económico adverso y por la necesidad de rendir beneficios, los propietarios y gerentes de la mayoría de los medios periodísticos occidentales han empobrecido su producto informativo. Comparados con los de décadas atrás, los periódicos de hoy tienen menos páginas, menos secciones, menos información propia. La radio y la televisión tienen menos corresponsales, menos reporteros, menos editores. También, de manera nada sorprendente, reciben menos publicidad y venden menos que antes, muchísimo menos.
Y luego están los medios digitales. Gracias a su presencia en las redes, es verdad que muchos cibermedios alcanzan hoy a públicos más amplios que antaño y lo hacen con exuberantes productos multimedia. El contenido digital resulta más cautivador y ubicuo que el de cualquiera de los medios clásicos. Por desgracia, su retorno económico sigue siendo insuficiente. Y el balance, preocupante: hay un convencimiento general de que las decisiones gerenciales han mermado la calidad de la información —su alcance, precisión, originalidad, estilo…— hasta dejarla por los suelos. Los medios españoles no están libres de este universal deterioro, por supuesto.
Muchos fenómenos confabulan, en fin, contra la credibilidad de los medios. En ese contexto, ha emergido una espiral de desinformación, con inquietantes efectos para la sociedad. Muchos la han visto como una amenaza que viene a sumarse a todos los demás problemas. Pero, ¿y si lo aprovechamos como una oportunidad?
CÓMO RECUPERAR LA CREDIBILIDAD
Son incontables los informes y análisis que han abordado en las últimas décadas las claves del declive del periodismo; también, por supuesto, los que han ensayado propuestas para atajar el problema (ahí están los trabajos de Denton & Kurtz, 1993; Cagé, 2016; Kueng, 2020; Pérez-Latre & Sánchez Tabernero, 2022, por citar apenas unos pocos).
Hay, en fin, tantos diagnósticos de la decadencia periodística como recetas para remediarla. Pero lo cierto es que, lejos de resolverse, el problema no hace más que empeorar.
Sería muy pretencioso, por tanto, suponer que uno puede dar con la tecla y arreglar, con unas pocas páginas, el mayúsculo desafío que tiene en jaque a toda una industria global desde hace décadas.
Conviene reconocerlo: el problema estructural del periodismo es muy serio y tiene muy difícil solución. Sin embargo, persistir en las decisiones erráticas y cortoplacistas que han conducido a los medios hasta su calamitoso estado actual parece la mejor garantía de su hundimiento definitivo. Esa obstinada estrategia —si se puede calificar así— solo servirá para cumplir, una vez más, la máxima de Groucho Marx: de victoria en victoria, hasta la derrota final.
En The Elements of Journalism, el análisis más profundo y de mayor impacto en este primer cuarto de siglo sobre la pérdida de credibilidad del periodismo, Bill Kovach y Tom Rosenstiel plantean el problema con nitidez:
En su etapa de esplendor, el periodismo ha sobrevivido porque ha ofrecido algo único a
una cultura: información independiente, confiable, exacta y amplia, que los ciudadanos
requieren para dar sentido al mundo que les rodea. (...) Los datos continúan mostrando
que la credibilidad declinante tiene más que ver con la percepción de que los periodistas
no han estado a la altura de esos valores (Kovach & Rosenstiel, 2021, p. xxi [traducción
propia]).
Se trata, por tanto, de un problema de renuncia a unos principios. Del olvido de la propia identidad, ante la presión ejercida por diversos factores: la transformación tecnológica, la creciente polarización política y la endeblez financiera. La fórmula para escapar de ese laberinto solo puede comenzar por una decisión: dejar de deambular sin rumbo y volver a la casilla de salida. O lo que es lo mismo, regresar a los principios fundacionales del periodismo.
¿Y cuáles son esos principios en el siglo XXI? El primero, la transparencia. Si los medios desean recuperar el crédito de los ciudadanos, deben comenzar por rendir cuentas de su trabajo. Confiamos en las personas cuando conocemos cómo se comportan, cuáles son sus valores y, sobre todo, por dónde no están dispuestos a pasar jamás. Nada produce más confianza que la certeza sobre los límites morales. Y viceversa.
Para recuperar la confianza, por tanto, los medios de comunicación deben comenzar por comunicar al público las normas éticas que rigen su proceder. Deben informar de cómo trabajan y cuáles son sus principios. Deben explicar cuáles son sus métodos de investigación y, siempre que no haya un motivo justificado para ocultarlas, deben ser claros respecto de las fuentes que han empleado.
Asimismo, tienen que explicar qué contenidos han elaborado bajo criterios estrictamente editoriales y cuáles, por el contrario, proceden de acuerdos económicos con empresas o entran en esa lábil categoría de los “contenidos patrocinados”.
Con la llegada de las informaciones generadas con inteligencia artificial, los medios también están obligados a desvelar qué contenidos han sido elaborados por periodistas y cuáles se han creado mediante sistemas algorítmicos. Más allá de las cuestiones editoriales, la transparencia debe extenderse hasta los aspectos económicos: los medios deben dejar claro quiénes son los propietarios, de dónde vienen los fondos y cuáles son las verdaderas cifras de negocio. Para que un medio resulte creíble no basta, en suma, con un par de artículos editoriales y unas pocas medidas cosméticas. Quien exige transparencia a los demás, debe dar antes ejemplo de propia transparencia.
Otra clave para recuperar la credibilidad es rectificar con rapidez y sin medias tintas. Cuántas veces habremos visto medios y periodistas que, tras publicar una información errónea, lejos de rectificar, se han limitado a retirar la noticia de su sitio, como si nada hubiera ocurrido. Muchas veces, ni siquiera eso: mantienen la información falsa, sin el menor gesto de rectificación. Sonroja tener que recordarlo a los periodistas pero, cuando se comete un error, la única actitud ética aceptable es reconocerlo y rectificar, con claridad y sin demora. Las personas disculpamos el error, lo que no olvidamos es la desconsideración y la mentira. Rectificar públicamente es una de las decisiones más inteligentes que puede adoptar un medio para fortalecer su credibilidad.
En tercer lugar, hay que mejorar los estándares profesionales. Es bien sabido que las opiniones son más baratas que la información. No hay más que fijarse en los medios actuales para darse cuenta de que a los medios les resulta más asequible contar con una tropa de opinadores todólogos —tertulias, tertulias y más tertulias— que con un equipo de reporteros y corresponsales especializados. Si los medios se dedican a exacerbar la opinión y a anular la información, que no se rasguen después las vestiduras al comprobar que la ciudadanía está cada vez más enfrentada. La opinión, especialmente cuando se presenta del modo dialéctico en la que acostumbran a hacerlo los medios, no genera conocimiento. Produce algo mucho menos edificante: en el mejor de los casos, entretiene, pero a menudo degenera en simple enfado y rechazo. Justo el caldo de cultivo que sueñan los creadores de la desinformación.
Para recuperar la confianza, corresponde una responsabilidad clave a los medios de titularidad
pública. O, para ser más exactos, a sus gestores. Como ya hemos apuntado, los medios públicos españoles, tanto los de ámbito nacional como los autonómicos, se encuentran entre los que menor confianza suscitan en los países occidentales. La percepción ciudadana de control político de los medios públicos está muy arraigada. Y no faltan los motivos. Una medida deseable para regenerar la credibilidad en el periodismo sería, por tanto, eliminar el dirigismo político de los medios públicos: una cosa es gobernar las cuentas de una corporación pública y otra, bien distinta, controlar qué, quién, dónde, cuándo y cómo aparece en un medio.
De tan obvias, las medidas hasta aquí reseñadas pueden sonar ilusas. Pero por ahí va el camino. Para
recomponer la credibilidad, los medios deben ser más transparentes, independientes y rigurosos. Todos sabemos que el statu quo de los medios no permite albergar muchas esperanzas para el cambio. Pero si de verdad nos preocupa el problema de una ciudadanía cada vez más desinformada y alejada de la información, quizá debamos comenzar a reivindicar con firmeza estas utopías.