El frenético ritmo de la actualidad mezcla las llamadas urgentes a la acción de los políticos con el alarmismo de unos medios que quieren a sus lectores en guardia. Esta movilización constante de las emociones pretende mantener viva la atención hacia diversos problemas sociales, pero también carga de ruido y ansiedad el espacio público.
Artículo de Juan Meseguer en Aceprensa, 27 de marzo de 2019
foto atarifa CC |
Un recurso habitual de los populismos para apropiarse de la representación del pueblo es agitar el miedo a un enemigo, al que acusan de haber creado una crisis. El enemigo y la crisis varían según las prioridades de los distintos movimientos populistas, como explicaba Raffaella Breeze siguiendo a Benjamin Moffitt. Pero todos comparten el interés por crear una sensación de urgencia: “Hay que vencer al ‘otro’ y hay que hacerlo ahora. (…) Es el momento de ‘tomar el cielo por asalto’, de Podemos; de ‘tomar el control’ de nuevo (lema de la campaña del Brexit); y en el caso de Trump, de ‘hacer a América grande de nuevo’. En esta utilización de la urgencia, el discurso del miedo es vital”.
Los llamamientos apremiantes también son frecuentes en políticos del establishment. “¿No es este el momento de remangarnos y duplicar o triplicar nuestros esfuerzos?”, preguntaba Jean-Claude Juncker en su discurso sobre el estado de la Unión de 2016. Un año después, repetía fórmula: “Se nos presenta ahora una oportunidad que no va a durar eternamente”. Y en 2018 volvía a insistir: “El mundo, que no para de dar vueltas, se ha vuelto más volátil que nunca. (…) Por ello, no podemos aflojar, siquiera por un segundo, nuestro empeño en construir una Europa más unida”.
Complicidades que crispan
Hasta cierto punto, es comprensible que los políticos recurran al lenguaje exhortativo para movilizar a los electores en una dirección. Pero sorprende más que los medios de comunicación, llamados a informar y a explicar con serenidad lo que está pasando en el mundo, se entreguen a un activismo alarmista.
“Democracy Dies in Darkness” (la democracia muere en la oscuridad) es el lema que escogió The Washington Post para plantar cara a Trump. Nada tiene de extraño que el cuarto poder quiera mantener a raya a la Casa Blanca. Pero no hay que descartar que un sentido tan puro de misión conviva con el deseo de sacar partido a otra crisis. Al igual que los populistas lanzan sus aspavientos en busca de votos, también los medios podemos vernos tentados a elevar el tono más de la cuenta para ganar clics.
Lo advertía Jill Abramson, editora ejecutiva del New York Times entre 2011 y 2014, en una entrevista para The New Yorker: en un momento en que se usan los titulares como cebos para atraer lectores e ingresos por publicidad, ciertas declaraciones de Trump “son como el oro”. Ante esta “recompensa implícita”, los medios deben ser responsables y preguntarse: “¿Estamos hablando tanto [del mandatario] porque cada noticia tiene realmente interés periodístico o estamos persiguiendo audiencia?”.
La pregunta vale también para los medios que lamentan la crispación sin renunciar a los beneficios que trae el sensacionalismo. Un ejemplo es la decisión de la CNN –una de las cadenas beneficiadas del choque frontal contra Trump– de “priorizar una cobertura dramática de la política” con discusiones encarnizadas y otros recursos efectistas, explica la periodista María Sánchez Díez. O en España, los programas “que, calcando los formatos de las tertulias del corazón, han llenado las noches de los sábados de un espectáculo de gritos y enfrentamiento ideológico”.
La excitación como tópico
Cuando la opinión pública cae en estado de agitación, sea por las prisas de los políticos o por el alarmismo de los medios, las palabras fuertes se convierten en el recurso por excelencia para llamar la atención. O para mantener el interés por temas que llevan meses renqueando en la agenda informativa. Así, el “Brexit duro” pasa a ser el “Brexit salvaje”; el Parlamento británico “tumba” el acuerdo de Theresa May con la UE; la Comisión Europea “arremete” contra una prórroga del Brexit… Paradójicamente, por esta vía la inmoderación cristaliza en tópico y apenas llama la atención.
Algo similar ocurre con las llamadas de alerta frente al deterioro del planeta. Un aspecto positivo de las protestas juveniles por el clima, celebradas en varios países el pasado 15 de marzo, es que hoy no preocupa tanto la “superpoblación” como la escasez que dejamos a los que vienen detrás, que es una preocupación mucho más solidaria. En vez de quejarse de que hay demasiadas personas que amenazan nuestra calidad de vida, los jóvenes se preocupan de que haya suficientes recursos para las generaciones siguientes.
Menos novedoso, sin embargo, era el tono de algunas pancartas: “No hay un planeta B”; “Emergencia climática”; “El momento de salvar es ahora”; “Tu casa está en llamas”… El problema es que es difícil sentirse urgido cuando llevamos años de alarmismo en este debate. Sirve de ejemplo un artículo sobre el cambio climático publicado en 2017 en New York Magazine, que advertía: “No importa lo bien informado que esté; seguramente, no está lo bastante alarmado”.
Prescriptores de la ansiedad
Tomando pie de este artículo, pero dejando a un lado el problema del calentamiento global, la periodista de The Atlantic Julie Beck criticó que hubiera en él una “llamada explícita a la ansiedad”, lo que a su vez motivó una cascada de mensajes en las redes sociales “que prescribían el miedo y la preocupación como la respuesta adecuada a ese texto”.
A Beck le preocupa que este tipo de “llamamientos emocionales”, habituales en la política y en el activismo, hayan dado el salto también a la comunicación cotidiana. Sobre todo, porque ahora las exhortaciones a permanecer en guardia son constantes en las redes sociales y cada vez más subidas de tono: ya no vale con “mantenerse despierto” frente a un problema, sino que es preciso “mantenerse indignado”.
Beck ve varios efectos perversos de este alarmismo. El primero es que “distrae la atención del objetivo real para centrarla en los propios estados de ánimo”. Y llegamos a pensar que si nos preocupa un problema es que estamos comprometidos con él, aunque no hagamos nada para afrontarlo. Como dice un experto en ansiedad al que consultó, Scott Woodruff, creemos que la preocupación nos convierte en buenas personas.
Lo curioso es que esta inacción se traduce en un nerviosismo colectivo. “Uno se conecta a Twitter y a Facebook, y comprueba que sus amigos y la gente a la que admira le refuerza ese mensaje: Sí, deberías estar preocupado. ¿No lo estás? ¿Qué problema tienes?”. Lo que aumenta el nivel general de ansiedad en Internet.
La “fatiga de la compasión”
Otro efecto posible es que la vigilancia constante termine en una “fatiga de la compasión”, como dice Cher Weixia Chen –citada por Beck– a propósito del fenómeno del “activista quemado”. Se trata de un riesgo que acecha a los comprometidos de verdad, cuya sensibilidad a las injusticias, unida a la comprobación de que sus acciones a favor del progreso social no siempre logran cambios tangibles, pueden resultar agotadoras.
En el caso de los usuarios de redes sociales, la saturación es más anodina. Si al entrar cada día en una plataforma comprueban que todo el mundo está gritando “¡fuego!”, dice Beck, es muy probable que acaben vacunados contra tanto alarmismo. La diferencia es que aquí no ha habido acciones a favor de nadie: simplemente, la capacidad de atención ha tocado techo.
El artículo de Beck da que pensar sobre el efecto rebote del alarmismo en la opinión pública. Si todo es “urgente”, “interesante” o “peligroso”, nada lo es; si no hay gradaciones, el secuestro de la atención por cualquier nimiedad es una victoria a corto plazo, pero a la larga siembra escepticismo y desinterés. La desafección funciona entonces como un mecanismo de defensa frente a una sociedad enganchada al estado de alerta.
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